lunes, 6 de agosto de 2018

La vuelta al perro


Si hubo un rito en los setenta, similar al del lavado del auto, ese fue la vuelta al perro. La vuelta al perro consistía, si uno tenía auto o podía rescatar el del padre luego del lavado, en desandar a paso de hombre las calles en las que se concentraba la movida nocturna.

Para recorrer los doscientos metros de Rivadavia que había entre Avellaneda y la avenida de Mayo, había que invertir casi una hora y media. Se circulaba en doble fila y el “yeite” consistía en “varearse” para ser visto por las “minas”, sentadas con comodidad en las sillas de las mesas dispuestas en las veredas por los “bolicheros”. Las pasadas se repetían tantas veces como fuera necesario, es decir, hasta lograr que alguna subiera al auto.
En al esquina de Necochea, justo en la puerta de Cristopher, cabía la posibilidad de girar por ésta para pasar por la puerta de Juan y acortar la vuelta. Ojo, también había que pasar por la puerta de Jet Set, en avenida de Mayo entre Alsina y Belgrano.

En qué se movían los jóvenes por esos años, el yeyo (Peugeot 504), el auto considerado más ganador, era el más visto. Bajada la suspensión, spoiller, babero y buena música sonando desde el magazzine (antecesor del estéreo, del compacto y del dvd) no aseguraban la conquista, pero aceleraban varios pasos.¡Otra que tuñado!

El gamba 28 (Fiat 128), y si era IAVA mejor, debe haberle seguido en preferencia. Hablar del Torino, merece una pausa, ya que este vehículo enteramente argentino, fabricado por Renault, era el “sumun”. La gente “in” podía acceder a un Torino Comahue, diseñado por Luteral, que sobre la base del auto, trabajo en su luneta trasera dándole una forma de coupé , incorporando además estéreo, bafles y un motor de más potencia. El Ford Fairlane o el Dodge Polara, eran los preferidos de los amantes de los autos tipo americano, más espacio y cilindrada superior, en cambio hubo una división de aguas que aún perdura: el Chivo y el Ford. Dos grandes, tanto el Rally Super Sport, color naranja con líneas negras, como el Sprint 221. Fueron un icono de las pasadas y picadas nocturnas de los setenta.

También surgieron por esos años algunos automóviles sport prototipos o berlinas, bautizados Tulietas, en virtud del nombre de su creador, don Tulio Crespi, quien las fabricaba en su planta automotriz de la provincia de Córdoba. Las cuatro por cuatro no eran tan vistas y populares como lo son hoy, en cambio un simpático monocasco era la delicia del verano: el Bugui, reemplazado después por el Citroen Mehari, ambos, predecesores del Jeep como vehículo diario.

Para los de menor poder adquisitivo había algunas ofertas, por caso, el auto más vendido en la Argentina, el Fiat 600, el entrañable Fitito o Bolita. Un poco más atrás en los años, el Dauphine, el Isard, el NSU o el Gordini y por último, el auto de la clase media baja o del excéntrico, el Citroen 2CV, sólo dos caballos vapor y 6 volts de corriente; al que como sólo le gustaba a sus dueños, los argentinos lo bautizaron, cariñosamente, “pedo”.

El ritual de la vuelta al perro era el colofón de la tarde del sábado.  

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