Parece ser que cerró. El tiempo se detuvo, y por un
instante todo se pone en blanco y negro. Es que en ese espacio, finito en
duración, que se abrió ante mis ojos, el color tiene más que ver con el
presente.
No por blanco y negro, el recuerdo que sobreviene a
mi memoria, necesariamente debe asociarse con tristeza... pero sí con nostalgia
y añoranza.
Mi viejo nunca se destacó por ser un gran
deportista, pero un domingo, su único día de descanso, me llevó hasta el club y
con vaya a saber con qué pretexto, logró birlar el acceso y me puso, de golpe y
por primera vez, en una cancha de fútbol. Cancha que, en rigor de verdad, tenía
más que ver con un potrero que con una de ésas que los domingos al mediodía,
veía por el viejo Canal 7 cuando se transmitían los partidos de reserva y que
por supuesto me apasionaban.
Ya no recuerdo cuantos domingos compartimos en ese
potrero que daba hacia la calle Cerrito, pero sí, que gracias a esos domingos
empezaron mis primeros pasos futboleros, y era ahí donde me convertía en Picki
Ferrero, el Mané Ponce o Hugo Curioni, y donde también mi viejo se debe haber
sentido un émulo del Tanque Roma o del Loco Sánchez, atajando mis primeros
botinazos, ejecutados con los queridos botines Sacachispas de lona y
goma.
Con el tiempo, el viejo dejó de acompañarme, y yo,
que era un pibe todavía, me hice socio del club, al igual que la mayoría de mis
compañeros del séptimo grado “A” de la Escuela 29.
Compartíamos tardes enteras, llegábamos apenas
despuntado el mediodía para jugar un desafío futbolero con los chicos del otro
séptimo, justa deportiva que por esos años, tuvo espectadoras de lujo: nuestras
compañeras, ante las que, por supuesto no podíamos hacer un papelón. No sé a
estas alturas, como se incorporaron a nuestra rutina futbolera, pero que lindo
era tenerlas a un costado de la cancha, justo en esa época, en la que para
ambos, chicas y chicos, comenzaba a crecer esa hermosa necesidad de conectarse
y... en ese conectarse, el lago, que aun formaba parte del paisaje encantador
del club, fue testigo de muchos primeros besos, entre los que por
supuesto también estuvo mi primer beso. También fue testigo de primeros
desengaños, como el que una tarde me tocó descubrir en la cancha cubierta de
pelota paleta y me obligó a correr, para ocultar mis lágrimas de las risas de
los demás hasta aquella orilla más alejada del lago, la que lindaba con la
avenida Palacios.
Que
feo el dolor del primer desengaño, pero que bueno haber tenido al club como
cómplice para poder compartirlo y, en algún punto, darnos cuenta que éramos
muchos los que dejamos rodar lágrimas de amor que se confundían con las turbias
aguas de la laguna.
En
esa ambivalencia entre crecer y seguir siendo niños, esa orilla del lago, la
más alejada, también fue la mejor guarida cuando jugábamos a las “escondidas”.
Ya Alejandro Dolina se encargó de desarrollar las reglas de este juego como
nadie, pero vale la pena contar que en esas “escondidas” valía todo el
territorio del club, y sabido es que normalmente, ante tamaño desafío, el que
oficiaba de “buscador”, rara vez se alejaba de la “piedra” más allá de diez
metros, así que el juego se tornaba aburrido, a no ser que se coincidiera en el
escondite con la chica preferida.
¡Que
inocencia la de los 12 años de la década del setenta! Si hasta las travesuras,
vistas con ojos de hoy, parecen tonterías, pero, en aquellos años había que
tener agallas para desprender un bote del amarradero del lago e internarse
hasta lo más profundo sin que el cuidador se diera cuenta. ¡Pensar que éramos
felices con tan poco!
Rápidamente
vienen a mi memoria nombres imborrables, don Coronel, el viejo Inocencio, José
(descubridor de jugadores si los hubo), mis compañeros: Marcelo Di Paolo,
Marcelo Vodopivec, Maurico Caudullo, Víctor Coronel (todos jugadorazos de fútbol), Gustavo y
Roberto cómplices de aventuras; las “nenas” María Cristina Landa, Viviana
Herrero, Andrea Guzzetti, Andrea Huarte, Laura Longobucco, “nuestras
princesas”.
Con
el tiempo, ya convertido en categoría “cadete”, con carné naranja y todo, se
sumaron nuevos amigos, con los que comenzaron los primeros partidos en la
cancha grande del club; fue la época de esplendor del Olimpia, el equipo
de mi barrio, el de la esquina de Gobernador Costa y Bolívar, aquel que supo
medirse en incontadas tenidas de fútbol con su par representativo del club,
cual clásico Boca-River, y que llegó a tener una discreta actuación en un
campeonato del que participaban equipos conformados por hombres que nos
doblaban en edad.
El Olimpia vestía camiseta
verde-amarilla como la del seleccionado brasileño y, en líneas generales,
mantuvo su formación a lo largo del tiempo con muy pocas variantes: íbamos con “Monstruo”
(tenía nombre pero siempre lo llamamos así), a veces el “Gordo Boni” y
en las últimas épocas con Daniel Cardillo, en el arco.
En
el fondo, Andrés López (un pura sangre con sobrado temperamento, un Passarella
de barrio); Gustavo Barán (el que cuando iba a los costados ganaba siempre); el
fallecido Jorgito Stefani y Alejandro López
(en una efímera y olvidable incursión futbolera).
En
el medio, haciendo brillar la casaca número ocho, la “gorda” Daniel
Dastugue, un jugador diferente (él, fue mi Jorge “Chino” Benítez). A su lado,
“dos exquisitos”, Guillermo López y Marcelo Stingo. En la ofensiva con la siete
Juan Carlos Espinoza, toda potencia y entrega, con la nueve el desaparecido
Marcelito Blotto y en el ala izquierda con la 11, quien escribe, un pendenciero
y veloz puntero izquierdo.
Hubo
otros que el Olimpia fue incorporando con el paso del tiempo, por caso Fabio
Cardillo, Ariel Vitró y Hernán Gargano.
El
equipo del club tuvo grandes jugadores, licencia que me permito tomar por el
paso del tiempo para reconocer a quienes fueron archí rivales; no recuerdo los
nombres de todos sólo de algunos, el gordo Valle, un zaguero que te mataba,
Cenci, Killy, Julián y Fabio Ferreira. Colijo a esta altura, que todos los que
fueron parte de esos duelos, recordarán aquel partido jugado un día de enero
con 39 grados, a las dos de la tarde y al que para poder jugarlo hubo que hacer
colar a unos siete u ocho jugadores del
Olimpia que no eran socios del club. ¡Colados!, eso creímos nosotros, aunque
seguramente lo pudimos hacer, ante la mirada cómplice del viejo cuidador, don
Coronel, el de la puerta de Humboldt y Bolívar.
Aquel
partido tuvo un agregado especial, una vez finalizado, vaya a saber con que
resultado final, los veintidós jugadores nos fuimos a la pileta, cual
fraternidad rugbística, para descubrirnos en una nueva oferta que nos brindaba
el club.
Pasamos
muchas temporadas de verano disfrutando de esa pileta, eran épocas de
vacaciones pobres. En ella, aprendí a nadar, a jugar al “verdugo con las
ojotas”, a trenzarnos en interminables partidos de truco, si hasta perdí un
anillo de oro en el agite que hacíamos sobre el agua cuando se retiraba la
colonia; con los años, uno de nosotros, Andrés López, llegó a ser guardavidas
durante una temporada, que podrían haber sido algunas más de no ser por la
intemperancia de un sombrío sacerdote que pasó por la dirección del club.
De
esa vieja competencia futbolera a competir por las chicas hubo un paso, y el
club, una vez más fue testigo de esos primeros escarceos amorosos. Por esos
años no existía la matineé, así que la salida quedaba circunscripta a
los bailes que se empezaban a realizar en el gimnasio, a los que ya no nos
colábamos pero madrugábamos alguna que otra entrada. En aquellos años, los
boliches eran sólo para mayores, por lo tanto, esa adrenalina que fluía por
todo nuestro cuerpo buscaba en los bailes del club la compañía femenina que
coincidiera con nuestros ímpetus. Recuerdo la musicalización a cargo de
Alejandro Messina, Mario Valeres o Gustavo Fernández junto a Norberto Diez.
El
devenir de los años, los distintos caminos tomados, nos fueron alejando del
club, pero tal vez, porque me dijeron que cerró y que su destino es incierto,
es que siento un dolorcito en el pecho, ahí justito en el corazón.
Cuando
empecé a escribir este capitulo, tenía la intención de que fuera denunciativo,
pero al avanzar en la escritura, me fui dando cuenta lo mucho que tuvo el que
ver en nuestras vidas, mucho de lo que vivimos en esos años fue compartido en
ese club. Fuiste un testigo mudo de nuestro crecimiento. Hoy no soy el más
indicado para reclamar por él, siento que lo abandoné con esa inconsciencia
propia de los jóvenes.
Pero
otros pelearon por su permanencia, a ellos va mi pedido, aunque más no sea,
para que no cejen en su lucha y para que permitan que nuestros recuerdos sigan
teniendo un marco. Pasamos demasiados momentos juntos para que desaparezca, y
aunque el mundo esté lleno de insensibles, para los que rondamos los cuarenta
años, el otrora portentoso Ateneo Familiar Don Bosco nos acompañó como el mejor
de los amigos, y que pase lo que pase, esa manzana gigante de Bolívar, Palacios,
Cerrito y Humboldt, será por siempre referencia obligada de, por lo menos, mi
generación.
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