Resulta casi imposible calcular las horas/hombre que
se utilizaron durante la década del setenta en la limpieza de los automóviles
para usarlos los sábados por la noche.
La cosa empezaba, más o menos así: después de un
rápido almuerzo, los jóvenes se disponían en las veredas de sus casas al lavado
de los autos, por esos años, sin hidrolavadoras, así que había que arreglárselas
con la presión del agua corriente. Se pasaban horas entre esponjas, espuma y
trapos rejillas; luego de ello, se continuaba con el lustrado de carrocería,
alfombras y cubiertas, con pastas de dudosa composición química y de olores
extraños.
Toda esta ceremonia, cual rito pagano de adoración
al cuatro ruedas, era siempre acompañada por la presencia de uno o dos amigos
que no tenían auto y que colaboraban en este menester o, circunstancialmente,
alguno se acercaba a los efectos de cebar algún mate a los sacrificados y
abnegados adoradores de los fierros.
En mi caso, mi familia no tenía auto, así que era
uno más de esos que se acercaban a la casa del amigo en la que se sucedía el
ritual. Recuerdo que sobre la calle Gobernador Costa al 300 eran varios los que
lavaban sus autos, quizá el más fanático de todos era Alejandro “el Chivi”
Cibeira, ese sí que le ponía ganas. El Falcón -creo que Futura- color beige de
Jorge, quedaba impecable después del trabajo del Chivi; más tarde fue un viejo
Peugeot 404 color blanco, con el que alguna vez nos aventuramos hacia la costa.
Alejandro era un experto en el embellecimiento
automotor. Al finalizar la faena de limpieza, cerca de las seis de la tarde, la
última de las tareas era la puesta a punto mecánica, ya que siempre se
descubría alguna cosita nueva, además, no fuera que tanta belleza externa se
viera menoscabada por un ronroneo agónico o un incontinencia motriz.
Para cuando consideraban finalizada la tarea, ya
había pasado toda la tarde del sábado, pero aún quedaba algo más: ese sublime
instante de admiración y adoración situándose a unos metros del mismo,
permaneciendo inmóvil frente a él y sin
sacarle la vista de encima, era el momento en que hombre y auto eran uno. Era
uno, soñando su conquista nocturna frente al volante y el otro, listo para
deslumbrar y colaborar en esa conquista.
En los nuevos tiempos, la costumbre de lavar los
vehículos en los barrios en las puertas de las casas se fue perdiendo, entre
otras cosas, por la inseguridad que representa hoy en día pasarse seis horas en
la vereda con las puertas de la casa abiertas de par en par. ¡Que tristeza!
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