lunes, 6 de agosto de 2018

Nostalgias de un tiempo que pasó


Agradecimientos

Esta crónica que hoy llega a sus manos
ve la luz gracias a todos los amigos
que de una u otra manera se prestaron
a la charla con este escriba.
Los recuerdos propios y ajenos
de un tiempo inolvidable
fueron surgiendo de manera inevitable.
Por eso, este libro ya no me pertenece.
Ahora,  es de ustedes.

 

Marcelo Oscar Ohienart, abril de 2007


Este libro se imprimió por primera vez en el año 2007. Tuvo una reedición en el año 2011. Ambas veces a través de la Editorial Ediciones El Escriba. 

Introducción


Nací imaginativo y sensible. Viví durante mi infancia y mi adolescencia con seres nada extraordinarios, algunos llenos de amor y de comprensión hacia mí; otros indiferentes.

            Me pongo a escribir estas memorias de mi infancia y adolescencia, no sólo para el goce de recordar días felices, a veces las escribo para que sirvan de testimonio a padres, maestros y a todos los que se interesan en la niñez. Creo que se ve en este libro cómo un ser nuevo se va afirmando, apoderándose de su personalidad, compleja siempre, como la de todos los seres humanos.

            También este libro ha de ser grato a los que - sentimentales - gustan recordar el tiempo pasado, pues, según el sensible Jorge Manrique, “cualquier tiempo pasado, fue mejor”; cosa con la que yo no comulgo. El pasado, si florecido de recuerdos, también está espinado de remordimientos y desilusiones. El futuro tiene proyectos y esperanzas...

            Después de leer un trozo literario de este tenor, escrito allá por 1956 por don Alvaro Yunque, “Un muchacho de ayer”, profundizar acerca del por qué de este trabajo se me presenta bastante difícil, sobre todo por la coincidencia absoluta que tengo con lo escrito por él.

            Mis recuerdos no tienen fecha precisa, lo que trato de reflejar sucedió entre las décadas del setenta y del ochenta del “siglo pasado”. No me mueve otra intención que trasmitir historias y costumbres de un tiempo que resultó ser fantástico y que el devenir del tiempo, las nuevas costumbres y el desarrollo tecnológico fue dejando de lado.

            Hace poco, un jugador de fútbol relataba que se encontró con la necesidad de escribir su propia historia, con la única intención de que su hijo supiera todo respecto de su padre y se preguntaba, ¿por qué sólo alguien considerado importante podía tener una biografía? Por eso, coincidiendo con él, y sin ser éste un intento autobiográfico, es que decidí emprender esta zaga de historias ramenses, con la firme convicción de que con ello, lograré trasmitirle a mis hijos una parte importante de mi vida, con la cual, muchos de mis contemporáneos se sentirán identificados.

            Dice Yunque, Hay seres que han pasado por la infancia, ciegos y sordos. Y como siguen sordos y ciegos creen que en ella nada interesantes les ha ocurrido. De adultos puede ser que nada interesante nos ocurra, de niños, no. En la infancia siempre ocurren cosas interesantes.

            En este libro, no encontraran más que la desnudez de mis recuerdos. Por el rescate y la memoria.

Crónicas ramenses


Isidoro Cañones fue un personaje de historieta muy leído, recreaba el prototipo del hombre de la noche de la década del ‘40. La forma de vivir de Isidoro representaba a todo un sector del país que, sin ser de la elite económica, vivía y conocía el Buenos Aires nocturno y disfrutaba de las fiestas de la alta sociedad. Para quienes no accedían a las boites y al jet-set, las aventuras de Isidoro eran una forma de vivirla. Comenzó a zafarse en 1968, cuando Faruk se incorporó al equipo de guionistas donde ya trabajaba Mariano Juliá (los dibujos eran de Tulio Lovato) Juntos pensaron cómo convencer a Dante Quinterno de que Isidoro necesitaba ampliar sus horizontes, abrir las fronteras y lanzarse a conquistar el mundo entero. Además, el play boy debía conseguir una compañera que lo secundara en sus estafas y chanchullos, aunque Faruk recuerda especialmente lo difícil que fue persuadir al dibujante.

No pasó mucho tiempo antes de que el camino de Isidoro se cruzara con el de la hermosa Cachorra en pleno viaje a Mar del Plata, ciudad en la que nuestro play boy ha pasado noches inolvidables, asomado alguna que otra vez por la playa con gafas oscuras. Cachorra era tan “bandida” como Isidoro, pero ante los ojos del Coronel Cañones se mostraba como una chica de familia, estudiosa, responsable, recatada y trabajadora.

Isidoro tenía como característica una terrible fobia al trabajo; era jugador compulsivo, alcohólico empedernido y el mayor play boy del momento. Su novia era la envidia de todos, al igual que sus extravagantes fiestas y salidas nocturnas.

Por aquellos años, los setenta, la movida nocturna parecía tener sólo un horizonte: el norte del gran Buenos Aires. Los boliches para escuchar y bailar “música beat” eran patrimonio de barrios como San Isidro, Olivos o Vicente López. Pero, había toda una movida que se estaba gestando en otra zona del conurbano, pretendiendo erigirse en una alternativa; es a partir de la influencia de las andanzas de Isidoro Cañones y sus recorridas por las “boites” de Ramos Mejía que nuestra ciudad empieza a ocupar su propio lugar. Sin lugar a dudas, la “inversión” publicitaria en la revista dio sus frutos.

Imposible, para aquellos que nos deleitamos con las andanzas de Isidoro, no recordar las salidas programadas con Cachorra, arribando en algún modelo indescifrable de convertible súper sport a los jardines de Pinar de Rocha, o sus incursiones en Juan de los Palotes.

No me cabe la menor duda, Isidoro Cañones merece un lugar destacado dentro de la historia nocturna de la década del setenta de nuestra ciudad. A partir de él, las salidas de los viernes y sábados tuvieron nuevo rumbo: boliches como Camelot, For Export o Crash, se convirtieron rápidamente en otra opción para la muchachada ávida de los años setenta.

Hay un dato que muchos deben haber olvidado: es importante señalar que en 1973 y 1974 aparecieron 2 discos de “La Discoteca de Isidoro” producidos por el sello EMI, con los temas de moda de la época.

Muchos de los jóvenes que hoy frecuentan Ramos Mejía se sorprenderán al leer esta líneas, ya que puede resultarles un tanto increíble que, por ejemplo, en la Avenida Rivadavia, desde Avenida de Mayo hasta Avellaneda, durante aquellos años dorados, se caminara a paso de tortuga y encontrar una ubicación en alguna de las mesas de los boliches ubicados a lo largo de esos doscientos metros, de alguna manera, significaba ser parte de la movida nocturna, una movida que desde esa época no se ha vuelto a repetir en  nuestra ciudad.

Por ello, vayan estas –si me permiten la arrogancia- crónicas ramenses. Para todos aquellos, hombres y mujeres que tuvieron la fortuna de vivir esa época maravillosa, y para que, desde el recuerdo y rescate, puedan compartir e incorporarle a sus hijos, adolescentes hoy, algo de lo que a ustedes les sobró: identidad. Identificación con la ciudad en la que se criaron, educaron, divirtieron, casaron y formaron una familia. Si logramos eso, estaremos salvados, porque, lo importante, seguirá siendo el valor de nuestra identidad.

Esa identidad emanante de nuestra tierra, de nuestro terruño natal. Con sólo lograr este aparentemente minúsculo detalle, nuestro país se pondrá en marcha, como dicen nuestros hermanos indígenas: identidad con la Pacha Mama, con la madre tierra.

La noche que se fue


“Hay recuerdos que no voy a olvidar...”, canta Fito Páez desde el compacto y justamente de eso se trata, de los recuerdos. Trataré de rememorar los distintos boliches que hicieron historia en la noche de Ramos Mejía.    

Cual si fuera un recorrido turístico, voy a comenzar por la avenida Gaona. Llegando desde Capital, el primer boliche con el que se encontraba uno era Barbazul, un castillo feudal justo en Gaona y Gral. Paz. Más adelante, el Bowling West, hoy devenido en remisería; la próxima parada era il Cepo, ahí nomás en Gaona y República,  si bien estos estaban en Ciudadela, lo incorporaremos como parte de la movida ramense, al igual que El Golfito, Brutale –Gaona 2626- y Notte, éste último ya en Ramos, en Gaona al 2700.

Si el rumbo tomado era la avenida Rivadavia, Camelot, mas tarde Casino y hoy Vinicius, era una suerte de castillo medieval con portón levadizo incluido. Su público rondaba los 25 a 30 años, era el boliche para los mayores. Pegadito a él estaba Cíclope, del que hasta el 2006, aún se preservaba su fachada. Era la cita obligada antes de Camelot.

En la esquina de Necochea y Rivadavia, un clásico de los 70 y los 80, Christopher. Era el lugar para el “levante”. En su barra se acodaban los muchachos en un remedo del viejo estaño, para observar la belleza femenina que, como siempre, en Ramos fue superlativa.

Su permanencia en el tiempo, me permitió llegar a su barra y acodarme en ella. Así relatado, parece una nimiedad, pero llegar a esa instancia o lograr una mesa en Christopher era todo un tema, tal era así que los mozos atendían a la gente aún sin tener mesa y no sólo en el interior del local, también en la vereda y nadie se iba sin pagar. Lindero a este, en Necochea 23, existió Capricho, el que se promocionaba como “Tu cita íntima y elegante de Ramos. Whiskería, snack bar, café concert. De 17 a ..”. En esa onda, hubo en French 25 otra whiskería, se llamó Miko’s
           
A sólo una cuadra de Christopher se erguía, orgulloso con sus letras de madera sobre un salpicré blanco en el frente, otro “templo” de la noche ramense: Juan de los Palotes.

Simplemente “Juan”, para quienes supimos recorrer su barra y sus pistas. Muchos recordaran, que entrar a Juan era sumergirse en un túnel abovedado desde el cual se ingresaba a la pista, cerca, a la izquierda, estaba la primera barra. Los reservados rodeaban las pistas de baile. ¡Que lugar! Cuando hoy lo veo convertido en playa de estacionamiento, me dan ganas de llorar.  

El tránsito a lo largo de Rivadavia era a paso de hombre, ese recorrido fue conocido como la “vuelta al perro” que antes se hacía en Flores y que ahora se trasladaba a Ramos. Tener auto, era un adicional a la hora de la conquista.

Antes de continuar, vale la pena aclarar que durante esos años no existían las famosas matineé, por lo tanto, los boliches eran un sitio vedado hasta que uno llegara a los años requeridos para poder ingresar o lograr disimular la edad.

Siguiendo con nuestro derrotero, sobre esa misma avenida Rivadavia se apiñaron una serie de boliches: Poupe, Sie Thao, Capote y Yesterday. Eran confiterías con poca luz y privados en los que el mozo solía atender con una linterna en la mano; el legendario Palo 1, que aún subsiste los embates de nuevas modas y costumbres, y el bailable Jonas&Co. 

            Ayeres, inaugurada en 1964, ubicada en Rivadavia 14234, trabajaba con los elegantes de la zona. La copa costaba en 1970, “400 pesos viejos” los días de semana. Los primeros parroquianos solían llegar a las seis de la tarde, ¡como han cambiado los hábitos!

En esa misma cuadra, existió BOA, que ofrecía espectáculos con números en vivo. Pasaron por su escenario y fueron promocionados como “La noche del debut de la Desfirevista, con la comicidad de Triky y Almirón, con el show estelar de Reina Reech y Juan Bautista, acompañados en la pasarela por Muñeca Moure – Ester Noemí y Fernando Mazzei”

Sin dudas, un boliche íntimo fue Tiny’s, ideal para el mimo y la charla; dos pisos de techos bajos cobijaban a las parejas. Los contertulios provenían de Olivos, Martínez, Lanús y hasta de Nueva Pompeya, y llegaban –sin ser mal vistos- en traje de calle.

Al 14300 de Rivadavia estaba Il Corno. Posters de los Beatles, muebles de acrílico rojo y verde; aspecto juvenil en dos plantas. Abría a las siete de la tarde y allí se estacionaban los más adolescentes.

Jonas tenía una fachada muy bien elaborada: todo su frente era el corte transversal de un barco tipo galeón. El progreso dio paso a carteles de neón que hoy anuncian la venta de electrodomésticos.

Antes de rumbear para el lado norte, había que hacer una pasada por avenida de Mayo y Belgrano, ya que en esta última, frente a la sucursal del Banco Provincia, estaba Nathan Pool y sobre la avenida, Jet Set y Saloon.

Otra movida no menos importante, pero con un enfoque de edad diferente, fue la que se dio en la avenida Gaona. Al igual que en Rivadavia y como vuelve a observarse hoy, circular en automóvil sólo era posible a paso de hombre. A lo largo de sus cuadras se agrupaban el Pool King, For Export, Stadium, Lo de Hansen, Crash, Lord Byron y Viejo Café. For Export sirvió de escenario a la filmación de algunas películas argentinas. Era una casona tipo Tudor a la que se le había añadido por delante una columna vidriada que contenía un ascensor por el que se accedía al primer piso, luego de atravesar un puente, también vidriado.

Stadium, en Parera y  Gaona, tenía un frente armado con una estructura tubular con acrílicos verdes y blancos. Por su parte, Lo de Hansen, en Alvarez Jonte 395, era un lugar con sillones de mimbre, toldos rayados y cuadros coloniales, que daban al reducto un clima de quinta de fin de semana. En Hansen, predominaban las “maxis” y los “palazzos”; en cambio ellos, vestían de sport.

Crash tenía como particularidad sus pistas circulares las que eran rodeadas por una escalera, junto a ella, se repartían asientos reservados. Lord Byron y Viejo Café marcaron nuevas modas: el primero era un café tipo inglés, en cambio el segundo, para esa época resultó toda una innovación: fue uno de los primeros piano-bar con cerveza y cáscaras de maní que tapizaban el suelo. Estaba bastante alejado, desde ahí se pegaba la vuelta para llegar hasta, quizá, el símbolo de Ramos Mejía: Pinar De Rocha; ahí sobre segunda Rivadavia, donde Ramos ya le da paso al vecino Haedo.

Jamás debe haber imaginado Dardo Rocha que su estancia, inaugurada en 1864, se convertiría después de más de 100 años en una boite de moda. Pinar de Rocha, o simplemente Pinar, tenía en su jardín una jaula en la que permanecía encerrado un puma. Esa misma jaula se mantuvo junto al árbol más allá de los embates del tiempo. Hubo un tiempo en que cerró y cuando se lanzó su reapertura, convirtiéndolo en un mega centro de esparcimiento, la jaula que se mantuvo por más de treinta años, buscó un nuevo horizonte. En aquel 1970, se recomendaba que bien valía pagar unos 500 pesos viejos por un trago de lunes a jueves; o unos 700 los viernes y domingo. Los primeros viernes de cada mes, por 3.000 pesos la pareja, había canilla libre. Ser habitué de Pinar se premiaba con una distinción: “La Llave del Pinar”.

Espectáculos en los setenta

Desempolvar las tarjetas de los boliches, guardadas después de tantos años, me deparó una grata sorpresa: la calidad de los espectáculos que la noche de Ramos ofrecía por aquellos años.

Entre ellas, una vieja tarjeta de Pinar anunciaba para un domingo en “Exclusivo (en vivo)” a Gloria Gaynor, una artista internacional que hoy sigue llenado teatros. Otros que participaron de los espectáculos de aquellos años fueron Chassman y Chirolita, José Marrone, Juan Carlos Calabró, Litto Nebbia, Charly García, Nito Mestre, los Blue Jeans, Jorge Porcel, Juan Marcelo, Juan Verdaguer, Valeria Linch y Víctor Heredia, por citar sólo algunos.

También supo destacarse por los desfiles, por sus pasarelas se mostraron Pata Villanueva, Graciela Alfano, Adriana Constantini, Antoine y Carlos Iglesias.

En las fiestas de estudiantes, organizadas para recaudar dinero para el viaje de egresados, donde se debían vender entradas y armar a pulmón los shows, eran invitados músicos de la talla de Invisible, Mantra y Los Bárbaros.

Por su parte, Camelot invitaba para sus vacaciones de invierno, a presentaciones ofrecidas por Polifemo, Alma y Vida y Vox Dei, quizá lo más importante del incipiente rock nacional de ese momento. En tanto, Juan de los Palotes invitaba al “recital del sensacional conjunto Los Plateros” para el viernes 1 de abril de 1977.

Como ven, la calidad de los artistas era de primera línea y para que ello sucediera, funcionaron algunas organizaciones encargadas de traerlos. Recuerdo a Uma Club, Mac, Danger, Floyd y Caprice. Uma es una de las empresas que ha perdurado a través del tiempo.

Uma anunciaba por aquellos años: “Estamos en el mejor nivel, desde hace un tiempo, Uma Club, se propuso dar a Pinar de Rocha el nivel que su majestuosa estructura merece, y logramos en poco tiempo superar con holgura todo lo planeado, transformando a Pinar en el único local de Bs. As. que cuenta además de sus tres pistas de baile, con un sector de la boite el cual fue adecuado para Café Concert, donde durante el 76 y lo que va del 77 fueron presentados espectáculos de la magnitud de (...) Por el precio de la entrada no te preocupes pues está al mismo precio que en cualquier otro lado, además podés venir sola o acompañada”

Notte, presentaba el espectáculo “único de Roberto Vicario” y Barbazul a “Jorge Troiani y el Grupo Axioma”, con la organización de Laif, en tanto Floyd hacía lo propio en los espectáculos de Notte.

Por esas cosas de la vida, me encontré a la vuelta de la esquina con Alberto Cambas Sabaté: trompetista de jazz y escritor, entre algunas de sus diversas ocupaciones.

Mi obsecada pasión por leer y escribir me acercó un poco más a él, y aún más, cuando note su preocupación por tratar de mejorar mi escritura.

A lo largo de tantas tardes compartidas, le conté la idea de escribir algo sobre mi ciudad; una vez más me volvió a sorprender cuando me acercó el original de un programa de jazz que por la década del setenta se ofrecía en la Tua Pizza de Rivadavia 14326, tal vez la primera que ofrecía la pizza por metro.

Cuando uno se abre a los recuerdos, las sorpresas no dejan de aparecer. Esos “viernes de jazz” que anunciaba ese programa contaba con la actuación de la Original Jazz Orchestra, luego Original Jazz Band. Que fuera uno de los conjuntos insignes de la época y de la cual, Alberto fuera su trompetista.

Vaya recuerdo y sobre todo porque “la Tua” se había escapado de mi memoria. Ahí nomás, ante mi sorpresa por el hallazgo gráfico, él se despachó con sus recuerdos de músico y me relató el auge que por aquellos años tenía el escenario que Pinar tenía en los fondos de la casona bailable. La esquina de Brasil y Casares, que para mí fue un sórdido pool, resultó ser un importante lugar que supo tener su momento de gloria.

No pude resistir pedirle que escribiese algo para un periódico en el que yo colaboraba y así dio luz a estas líneas que fueron publicadas en 1999. Hoy, con su permiso, la transcribo para que todos puedan leerla:

Los fantasmas suelen andar de la mano de Shakespeare, en medio de la bruma de Canterville, o simplemente paseándose por el Roxy de Joan Manuel Serrat, ese maravilloso juglar, el mejor del siglo pasado, que además de seguir cautivando generaciones y de volver loca a mi mujer, es hincha de Boca. Los fantasmas están en todas partes, no discriminan. Aparecen, se instalan y se obsesionan por hacer oír el sonido de sus herrumbres. Y no solo lo hacen en Escocia, donde no hay castillo que no albergue uno de estos inquilinos inmateriales. También sobrevuelan Ramos Mejía ¿por qué no?¿Porque Hamlet no anda llorando por los andenes de la estación? ¿Porque no se mueven objetos; porque el Pinar, que vive un eterno romance con la segunda Rivadavia, ocupa un pequeño lugar en el universo de los fantasmas?

Sin embargo, algunos de estos fantasmas pasaban por el Pinar, enfundados en sus conjuntos british con melenitas por los hombros, montgomeris, mocasines color caca, hot pants y largos abrigos negros que ocultaban a medias, los cuerpos mágicos de las muchachas.

Final de los sesenta y principios del setenta... Pinar de Rocha era un templo. No cualquiera subía a su escenario: la calidad y el buen gusto fueron haciéndolo famoso.

Mariquena Monti, Les Luthiers, Manal, La Porteña Jazz Band, Opus 4, Markama y muchos otros aparecían anunciados en los espectáculos de viernes, sábados y domingos. Había un salón exclusivo para estos mientras los bailes eran cosa de otro mundo. Caravanas de jóvenes anónimos fluían hacia la ochava inconfundible de Pinar de Rocha. Ya no era necesario ir al “centro” para ver a los artistas de calidad. El Pinar lo tenía, ya no era necesario “ir al norte” para bailar con “pibas de película”. Ramos Mejía Se hacía famoso y el “templo” se erigía como símbolo de lo mejor.

Luego... pasó el tiempo; el país fue cambiando, la gente fue cambiando, las modas, las costumbres y hasta la música. Pero, afortunadamente, lo bueno persistió con estoicismo ante el embate de un ejército espantoso, esgrimiendo el arma más letal: la mediocridad. Los buenos se refugiaron tras incorruptibles barricadas, transformando paradójicamente aquello que era popular, en los “clásicos” de hoy.

Y en el Pinar, seguramente escondidos entre las cálidas paredes, en algún sótano perdido, en una casita invisible de algún árbol del parque, los fantasmas aguardaban. Los fantasmas del Pinar, los primos hermanos del padre de Hamlet y de los muertos por amor en las torres oscuras de los castillos de Escocia.

Cuando lleguen, ahora que reabrió sus puertas, no vayan a creer que la jaula que está en el parque permanece vacía. Dicen los vecinos que, en las noches de luna llena, se escucha el rugido de un puma que sabe salir de juerga con un hato de sábanas blancas que despiden un dulce aroma a recuerdos.

Por aquellos primeros años de la década del setenta, hubo en nuestra ciudad un lugar que fue referencia del incipiente movimiento roquero que se gestaba en el país. En avenida de Mayo 37, justo al lado de la farmacia Social y ocupando su planta alta, estaba Divagario.

Debo decir que si no fuera por Josué Marchi, Divagario no hubiera figurado en este trabajo, puesto que él fue quien me alerto sobre ese lugar y me conminó a rastrear su historia.

A partir de allí, surge la búsqueda. Costo bastante referenciar el lugar. Juan Avalos, más conocido como “el piojo”, recuerda que junto con Haydee, su mujer, ambos con apenas dieciséis, concurrían a Divagario, y según él “era un lugar para divagar y zapar, al que caía la cana y la rutina era bajar con el DNI en la mano, previo dejar el baño lleno de porquerías”

“Además –agrega- al que veían con barba y pelo largo, le decían Pappo, para ellos, todos éramos Pappo”. El Piojo Avalos recuerda también las improvisaciones del primer Manal en el Club Estudiantil Porteño, de Barcala716. Lo que agrega una nueva búsqueda, encontrar referencias de Manal ensayando en Ramos. Así llegue a Jorge Capello, guitarrista de “Semilla de este Tiempo”, “La pesada del rock & roll” junto a Kubero Díaz y de María José Cantilo, entre otras importantes agrupaciones. Jorge, alejado del ruido de Buenos Aires, vive en Villa Mercedes, San Luis, donde es profesor de lenguaje musical y guitarra y da recitales-charlas sobre la historia del rock argentino. Convocado por este escriba no dudo un instante en darme su aporte sobre esos años.

Jorge me cuenta que Divagario fue un lugar, creado por un grupo de amigos, como intento alternativo para tocar nuestra música y llevar adelante las ideas. El Rock en ese momento venia de la mano con la política, los sindicatos obreros independientes, todas las artes, el mayo francés y la guerra en Vietnam. Cuando se habla de "movimiento rock", era justamente eso, un movimiento ligado a todo lo que fuera cambiar el mundo y despertar conciencias. Esto se también se escuchaba. Nada de "blandos" ni "cancioncitas" (odiábamos a Sui Generis). El habitué de "Divagario", amaba a HENDRIX, CREAM, ZEPP, NEIL YOUNG, KEROUAK, DYLAN. Acá ya había aparecido MANAL, que con una base CREAM-HENDRIXIANA, por llamarla de alguna manera, mas letras discepoleanas y en general crudas y altamente corrosivas, cuando no caóticas, en cuanto a la descripción de la realidad, metían su discurso en todo lugar donde podían. Estudiantil Porteño, los cobijo un par de noches. Por otro lado, los domingos a la mañana ALMENDRA empezaba a girar y uno de los lugares donde toco unas cuantas veces fue en el cine Belgrano, hoy desaparecido.

A Divagario llegaban todos, Pappo, Willy Gardi (El Reloj), el “Bocon” Frascino (Pescado), toda gente del oeste. Al igual que el piojo Avalos, recuerda una anécdota con la policía: una noche cayó la cana y se llevo como a 400, entre los cuales estaban Pappo y muchos personajes más de la época. Tuvieron que sacar las maquinas de escribir a el patio de la comisaría para tomar datos. Recuerdo que a mi me metieron en un cuarto que estaba lleno de carpetas y papeles; estaba tan loco que no podía parar, y al cuarto lo desarme todo!!!! Leyendo esas cosas (que ni idea de que hablaban, pero en ese estado me parecían importantes), luego las dejé tiradas por el piso. Cuando me vinieron a buscar no me mataron a palos, aun no se porque...

Los que alquilaron Divagario fueron Jota (hijo del dueño de Saloon) y 2 o 3 más que no recuerdo, pero el "emprendimiento" fue de todos: Omar "rocanrol", la "bruja" Bertotto, el "negro "Wattussi", Quique "buzo" Boserup y "las chicas", por supuesto, entre otros tantos que no recuerdo).

Cerrando la charla, Jorge se pone un poco mal, y agrega que “es muy difícil, hay que estar muy inspirado y fuerte para bancarte recordar el clima y las ansias que se respiraban en esa épocas impresionantes, tal vez hoy no sea mi día, para tal cuestión. Porque Divagario fue solo una "estrella" mas en un horizonte donde había muchas, tal vez demasiadas para este mundo”

il Bucanero


Ahí nomás, donde empieza San Martín, justo frente a la plazoleta que lleva el nombre del Libertador. Fue justo ahí, donde un par de vecinos decidieron convertirse en socios. Fernando y José alquilaron el local que supo albergar al más grande conglomerado de peluqueros masculinos que conoció Ramos Mejía.

            Si hasta le dejaron el mismo nombre. Tanto la decoración del interior como la marquesina eran perfectas para el lugar que se abriría.

            Ese lugar ya no podía llamarse de otra manera, y con ese nombre brilló durante más de tres años en la noche ramense: “il bucanero pool” fue un boom en los ochenta.

            La amistad de mi familia con la de Fernando, sumado a la vecindad que me unía con José, me dio un plus respecto de muchos habitués, bah, a esta altura, quizá ese plus me lo tome yo, lo cierto es que Fernando y José, junto  a Diógenes y El Chino hicieron de il Bucanero “el lugar” de Ramos Mejía.

            Fue justo en esa época en que Gaona ya no era la misma, su declinación venía sucediendo a pasos agigantados. Las primeras maquinas de video, esas que eran una mesa con un monitor enfocado hacia arriba y cubiertas con una tapa de vidrio, estuvieron en su salón. El Pac Man, Donky Kong, el Gálaga y Mario Broos comenzaron a ser personajes conocidos. El viejo flipper empezaba a quedar de lado.

            Diógenes, un impresionante personaje de esos años, comandaba la música y la barra. En esa época, sonaba fuertemente Miguel Abuelo y Zás con Miguel Mateos a la cabeza. En il Bucanero, la noche arrancaba cuando desde los parlantes sonaba la voz de Miguel entonando aquello de “la otra noche te esperé bajo la lluvia mil horas, como un perro”.

            Fue tanto el furor del Bucanero en aquellos primeros años de la década del ochenta que para jugar al pool en alguna de sus 6 u 8 mesas, no recuerdo bien, se entregaban turnos, sí, se daban números como cuando una va a la farmacia y espera que lo llamen. Solía suceder entonces, que por una mesa había que esperar hasta unas dos horas. Los campeonatos de Bola 8 fueron increíbles, casi tanto como las mujeres que paraban todos los sábados en sus mesas. Verdaderas diosas concurrían al Bucanero.

            Como les relataba más arriba, la suerte quiso que Fernando, en ese momento casi como un segundo papá, fuera uno de los dueños. Esa circunstancia me permitió, desde tomar fiado hasta por alguna fortuita ausencia, cubrir un lugar en el despacho de tragos en la barra. Valga comentar entonces, la ventaja con la que corrían mis amigos, los de mi barra, Juancito, Andy y el Gordo Dani. Como habrá sido aquello, que aún hoy es tema de conversación entre los muchachos de mi barra.

            Visto a la distancia es imposible no reconocer que pibes éramos para el ambiente habitual del Bucanero. Recuerdo especialmente que había una rubia, menudita y especialmente bonita, que nos llevaría unos 5 o 6 años, que nos volvía locos. Era verla llegar y enloquecer. Cuanto la deseamos en aquellos años mozos.

            Volviendo al tema de su esplendor, cerca de 1983, supo suceder un acontecimiento dignísimo de destacar en este recuerdo: un sábado, con el boliche a full, abarrotado de gente, desde los que jugaban al pool hasta los que bailaban junto a las mesas, se cortó la luz.

            Con el boliche a oscuras, los clientes que tenían vehículos reacomodaron los mismos en sentido transversal a la calle, abandonando el clásico estacionamiento paralelo al cordón. Para ser claros, se corto el tránsito de San Martín. Una vez reacomodados, todos prendieron sus luces para iluminar el interior del boliche y seguir disfrutando de la noche. Esa fue una de las mejores noches que se vivió en il bucanero.

            En lo personal y como muestra de testimonio de gratitud hacia Fernando, José y Diógenes, quiero manifestar que il bucanero me sirvió para “hacerme más grande”. Fuiste en esos años muy importante. Después de tanta oscuridad, en aquellos primeros años democráticos, resultaste una excelente cueva para empezar, algunos a caminar y para otros, volver a andar. Por ello, vaya desde aquí el recuerdo para il bucanero pool, “él lugar” de Ramos en los ’80.

Los cines de Ramos


Nuestra ciudad tenía dos cines, el Belgrano y el San Martín. Así como los porteños tenían su calle Lavalle, la “calle de los cines”, que los fines de semana reventaban de gente, los ramenses no teníamos necesidad de corrernos hasta el centro. Por aquellos años, casi todas las localidades del conurbano tenían sus propias salas de cine, más tarde, el auge de nuevas modas y el avance tecnológico las fue llevando paulatinamente a su cierre. El video y los videoclubes colaboraron para que paulatinamente la gente se fuera alejando de ellos, muchos se reconvirtieron en templos evangélicos, otros tantos cerraron definitivamente y algunos pocos, estoicamente enfrentaron la crisis y subsistieron. En nuestro caso, primero cayó el San Martín.

El cine San Martín estaba en la calle Mitre, en el mismo edificio donde funciona el Bingo. En ese solar, propiedad de la Sociedad de Socorros Mutuos de Ramos Mejía, cuando era cine teatro, supo cantar Carlos Gardel. La acción decidida de un vecino, Norberto Frasisti, permitió que cuando se cerraron las puertas del cine definitivamente, se rescataran sus butacas.

Después de muchos años, cuando se terminó la ampliación de la sede de la Sociedad de Socorros Mutuos de San Martín 390, las butacas volvieron a ser utilizadas. El micro cine de esa institución las rescató del polvo y el olvido.

El cine Belgrano, cuyo local es hoy utilizado por la empresa Musimundo, era de categoría superior. El Belgrano, nada tenía que envidiarle a sus hermanos mayores de Lavalle: poseía un gran hall, rodeado de dos escaleras a ambos lados por las que se accedía al primer piso.

Por el Belgrano pasaron, además del cine, las más grandes figuras del espectáculo de los años setenta. Cuando éramos chicos y concurríamos a ver el cine continuado (las funciones eran de dos películas seguidas) nos divertíamos jugando a “buscar la palabra”. En los telones que cubrían la pantalla, los cines solían tener las publicidades de los comercios del barrio; al azar alguno de nosotros elegía una palabra de las publicidades y el resto tenía que encontrarla antes de que empezara la proyección, mientras degustábamos los maníes con chocolate.

Para no cometer una falsedad, debo mencionar una tercera sala que hubo en nuestra ciudad, el Cine Ramos Mejía, situado en parte de los que hoy ocupa la casa deportiva Madeo, inmueble propiedad de la familia Lynch. El cine Ramos Mejía, era conocido como “la piojera”, según me refiriera Eduardo Harboure.

Su techo era el característico tinglado inglés que se iba cerrando hacia el medio, es decir a dos aguas, en cuya cumbrera tenía una claraboya sobrepuesta, la que podía ser abierta, permitiendo de esa manera ver el cielo, en días de buen tiempo.

            La piojera, pasaba tres películas en continuado y era el lugar elegido por los jóvenes estudiantes secundarios para esconderse durante sus rateadas.   

La tarde de los sábados


Resulta casi imposible calcular las horas/hombre que se utilizaron durante la década del setenta en la limpieza de los automóviles para usarlos los sábados por la noche.

La cosa empezaba, más o menos así: después de un rápido almuerzo, los jóvenes se disponían en las veredas de sus casas al lavado de los autos, por esos años, sin hidrolavadoras, así que había que arreglárselas con la presión del agua corriente. Se pasaban horas entre esponjas, espuma y trapos rejillas; luego de ello, se continuaba con el lustrado de carrocería, alfombras y cubiertas, con pastas de dudosa composición química y de olores extraños.

Toda esta ceremonia, cual rito pagano de adoración al cuatro ruedas, era siempre acompañada por la presencia de uno o dos amigos que no tenían auto y que colaboraban en este menester o, circunstancialmente, alguno se acercaba a los efectos de cebar algún mate a los sacrificados y abnegados adoradores de los fierros.

En mi caso, mi familia no tenía auto, así que era uno más de esos que se acercaban a la casa del amigo en la que se sucedía el ritual. Recuerdo que sobre la calle Gobernador Costa al 300 eran varios los que lavaban sus autos, quizá el más fanático de todos era Alejandro “el Chivi” Cibeira, ese sí que le ponía ganas. El Falcón -creo que Futura- color beige de Jorge, quedaba impecable después del trabajo del Chivi; más tarde fue un viejo Peugeot 404 color blanco, con el que alguna vez nos aventuramos hacia la costa.

Alejandro era un experto en el embellecimiento automotor. Al finalizar la faena de limpieza, cerca de las seis de la tarde, la última de las tareas era la puesta a punto mecánica, ya que siempre se descubría alguna cosita nueva, además, no fuera que tanta belleza externa se viera menoscabada por un ronroneo agónico o un incontinencia motriz.

Para cuando consideraban finalizada la tarea, ya había pasado toda la tarde del sábado, pero aún quedaba algo más: ese sublime instante de admiración y adoración situándose a unos metros del mismo, permaneciendo  inmóvil frente a él y sin sacarle la vista de encima, era el momento en que hombre y auto eran uno. Era uno, soñando su conquista nocturna frente al volante y el otro, listo para deslumbrar y colaborar en esa conquista.

En los nuevos tiempos, la costumbre de lavar los vehículos en los barrios en las puertas de las casas se fue perdiendo, entre otras cosas, por la inseguridad que representa hoy en día pasarse seis horas en la vereda con las puertas de la casa abiertas de par en par. ¡Que tristeza!

La vuelta al perro


Si hubo un rito en los setenta, similar al del lavado del auto, ese fue la vuelta al perro. La vuelta al perro consistía, si uno tenía auto o podía rescatar el del padre luego del lavado, en desandar a paso de hombre las calles en las que se concentraba la movida nocturna.

Para recorrer los doscientos metros de Rivadavia que había entre Avellaneda y la avenida de Mayo, había que invertir casi una hora y media. Se circulaba en doble fila y el “yeite” consistía en “varearse” para ser visto por las “minas”, sentadas con comodidad en las sillas de las mesas dispuestas en las veredas por los “bolicheros”. Las pasadas se repetían tantas veces como fuera necesario, es decir, hasta lograr que alguna subiera al auto.
En al esquina de Necochea, justo en la puerta de Cristopher, cabía la posibilidad de girar por ésta para pasar por la puerta de Juan y acortar la vuelta. Ojo, también había que pasar por la puerta de Jet Set, en avenida de Mayo entre Alsina y Belgrano.

En qué se movían los jóvenes por esos años, el yeyo (Peugeot 504), el auto considerado más ganador, era el más visto. Bajada la suspensión, spoiller, babero y buena música sonando desde el magazzine (antecesor del estéreo, del compacto y del dvd) no aseguraban la conquista, pero aceleraban varios pasos.¡Otra que tuñado!

El gamba 28 (Fiat 128), y si era IAVA mejor, debe haberle seguido en preferencia. Hablar del Torino, merece una pausa, ya que este vehículo enteramente argentino, fabricado por Renault, era el “sumun”. La gente “in” podía acceder a un Torino Comahue, diseñado por Luteral, que sobre la base del auto, trabajo en su luneta trasera dándole una forma de coupé , incorporando además estéreo, bafles y un motor de más potencia. El Ford Fairlane o el Dodge Polara, eran los preferidos de los amantes de los autos tipo americano, más espacio y cilindrada superior, en cambio hubo una división de aguas que aún perdura: el Chivo y el Ford. Dos grandes, tanto el Rally Super Sport, color naranja con líneas negras, como el Sprint 221. Fueron un icono de las pasadas y picadas nocturnas de los setenta.

También surgieron por esos años algunos automóviles sport prototipos o berlinas, bautizados Tulietas, en virtud del nombre de su creador, don Tulio Crespi, quien las fabricaba en su planta automotriz de la provincia de Córdoba. Las cuatro por cuatro no eran tan vistas y populares como lo son hoy, en cambio un simpático monocasco era la delicia del verano: el Bugui, reemplazado después por el Citroen Mehari, ambos, predecesores del Jeep como vehículo diario.

Para los de menor poder adquisitivo había algunas ofertas, por caso, el auto más vendido en la Argentina, el Fiat 600, el entrañable Fitito o Bolita. Un poco más atrás en los años, el Dauphine, el Isard, el NSU o el Gordini y por último, el auto de la clase media baja o del excéntrico, el Citroen 2CV, sólo dos caballos vapor y 6 volts de corriente; al que como sólo le gustaba a sus dueños, los argentinos lo bautizaron, cariñosamente, “pedo”.

El ritual de la vuelta al perro era el colofón de la tarde del sábado.  

El café comprometido


Para aquellos jóvenes idealistas de los años setenta, activos militantes de la política, Ramos supo tener su oferta: el Dos Avenidas, después Odeón y hoy Palamos, la Peña La Brasa y la legendaria cervecería “el 24”.

La Peña La Brasa, acercó las costumbres campestres al centro de nuestra ciudad. La música folclórica, a partir de algunas intenciones ideológicas, acompañaba las empanadas salteñas que amenizaban los encuentros casi clandestinos que algunos muchachos comprometidos  políticamente, realizaban en sus mesas. Fundada en 1943 en Rosales 152, tuvo un lema que estaba escrito en una de sus paredes y decía: “los pueblos que olvidan sus tradiciones pierden conciencia de su destino”.

Situado en Moreno y Rivadavia, en una ubicación estratégica respecto al sentido del tránsito de esa época. No sé si lo recuerdan, pero los vehículos circulaban exactamente al revés que ahora. Moreno era la calle por la que se entraba a Ramos; las distintas líneas de colectivos que venían de Capital doblaban por Moreno y continuaban por Mitre, Belgrano y seguían su rumbo por Avenida de Mayo  hacia San Justo.

Justamente, al doblar en Moreno, tenían parada sobre la acera izquierda, delante de la puerta del 24.

            El 24 tiene una particularidad que difícilmente pueda ser superada por otro café: Francisco Gambarte, conocido popularmente por los parroquianos como Pichón, lleva más de treinta y cinco años sirviendo las mesas de éste singular lugar.

En una charla mantenida con Pichón, no hace mucho tiempo, me contó que en la década del setenta, la mejor según él, el 24 despachaba cerca de 15 docenas de facturas durante los desayunos, entre tanto, unos jóvenes parroquianos, esparcidos por las distintas mesas, Israel Pellegrino, Osvaldo López y Lucio Rossi, por nombrar sólo algunos, desconocedores por su edad de estás historias, disfrutan como lo hicieron tantos otros de éste mítico cafetín. 

Entre esos tantos otros que alguna vez supieron ocupar una mesa en el 24, está Josué Marchi, músico, ex Marlene, Robertones y Chevy Rockets. La fortuna hizo que me cruzara con Josué poco antes de terminar este trabajo. Sin que yo supiera, ocupe la mesa que él solía ocupar, mientras lo esperaba una tarde de viernes. Josué suele zapar los domingos en Mr. Jones cuando algunos buenos músicos se juntan a blusear en ese reducto ramense.

Inmediatamente nos introducimos de lleno en la nostalgia y los recuerdos. Josué me decía: la nostalgia me genera la energía para seguir tocando, y rememora: pienso en Ramos y se me pone la piel de gallina, me acuerdo de los primeros flippers, de la banda de plaza Sarmiento, unos chicos que yo miraba con mucho respeto, porque sabía que estaban experimentando cosas densas.

Josué rescato del olvido “Disco Ban”, la disquería que estaba en el viejo mercado de Ramos, la que le permitió aproximarse a la música, un local en el que las guitarras tenían marcados sus precios con la vieja rotuladora Sylvaletra y él, con la inocencia de un pibe de diez, años le preguntó al vendedor si esas guitarras se enchufaban a la pared y sonaban.

De lleno sobre el 24, me cuenta que promediando los ochenta empieza a parar en él y que el tema 24 bar, grabado en el cassette “Guitarras y Mujeres” del grupo Marlene, sale una noche de legui y de ginebra, a partir de escribir frases sueltas que luego dan forma a la letra final de la canción. Sí, nuestro 24 tiene un rock and roll en su honor, y lo maravilloso, es, como dice Josué que24 Bar lo sigue sorprendiendo: ha pegado tan fuerte... y es un tema de una banda under que lo único que tuvo fueron 10 segundos de fama en la micro guía de la rock n’pop durante dos meses, y no hay lugar donde vaya en el que no haya alguien que salte y me pida “tocate el 24 Bar”.

Me recuerda, promediando la charla y después de varios cafés, que en el 24 supieron parar Gustavo Spalletti; Black Amaya; Osvaldo “Bocon” Frascino, el bajista de Pescado, que solía llegar con su Fender Stratocaster; Pappo, que solía tomar té de boldo; el Indio Solari y el “piojo” Avalos, el batero de los Redondos, entre tantos otros.

Cerrando la charla, una frase de Josué: “yo me tomo un café en el 24 y me siento protegido; tomo lo mismo en cualquier otro lado y me siento desnudo”.

Sin más preámbulos, les dejo la letra de 24 Bar:

En una mesa del 24 bar, cuatro amigos se emborrachan y no paran de tomar.
Noche de blues y de ginebra, en la estación Ramos Mejía.
En una mesa del 24 bar, un pelado que se queja, una natalia le quiere cobrar.
Noche de blues y de ginebra en la estación Ramos Mejía.
Nena no me vaciles, nena no me fastidies,
hay una banda que me espera en el 24 bar.
En otra mesa del 24 bar, el gordito enfermeti que no para de fanfarronear,
cuenta novelas de su vida que quisiera protagonizar.
En otra mesa del 24 bar, hay un par de borrachos a punto de volcar.
Noche de blues y de ginebra en la estación Ramos Mejía.
Nena no me vaciles, nena no me fastidies,
hay una banda que me espera en el 24 bar.

Josué, es un romántico, un utópico gladiador que extraña haber perdido la inocencia: a quien no  le gusta que lo despierten, y menos si esta soñando.

Algún otro reducto habrá quedado olvidado, pero no quiero dejar de mencionar un lugar bastante especial, al que quiero dedicarle el espacio que merece.

Sobre la calle Belgrano, en la hoy Galería Strada, existió un mercado, el viejo mercado Ramos Mejía. En uno de sus locales a la calle, funcionaba un bodegón al que todos conocíamos como El Vómito. Era el típico copetín al paso que aún subsiste en los andenes de algunas estaciones ferroviarias.

Cuando la salida del sábado se prolongaba hasta bien entrada la mañana del domingo, El Vómito servía los más grandes y mejores sándwich de milanesa.

A fines de la década del ochenta, andando por la zona de Villa Crespo con el amigo Jorge Srur, un día cualquiera fuimos a tomar un cafecito al boliche de Corrientes y Thames. Vaya sorpresa al sentarnos en sus mesas, el lugar era idéntico al viejo Vómito de Ramos. Al atendernos, Jorge reconoció al improvisado mozo, era el antiguo dueño del Vómito, el que después de abandonar el local de Ramos por el cierre del mercado, mudó su boliche a esa esquina.

El Vómito cobijó durante muchos años a la juventud ramense. Para los que alguna vez se acodaron en su barra, vaya este recuerdo con olor a fritanga, o porque no, a vascolet con medialunas.

¿Comemos pizza, una parrillada o llevamos pollo al spiedo?


Era costumbre de aquellos años, que las familias ramenses salieran a comer pizza al “centro” de Ramos. La oferta gastronómica estaba entre la Tua Pizza, de la que ya nos referimos anteriormente, las pizzerías Soria, Las Palmas, La Victoria y Tía Tona.

La vieja pizzería Soria, conocida hoy como La Diva, en su vidriera sobre Belgrano, tenía ubicado el viejo horno “Poyin”, en el que los pollos cocinados al spiedo eran elegidos por los compradores. Larga era la espera, aún recuerdo ir con mi abuelo Américo y pasar bastante tiempo aguardando ser atendidos.

Eso sí, comer pizza era sentarse en “La Victoria”. Lejos, la mejor pizza de Ramos por esos años. La Victoria estaba ubicada en avenida de Mayo al 100, tenía sus paredes forradas con azulejos, de esos pequeños que se usan para revestir las piscinas. Con el tiempo, el local de La Victoria fue ocupado por la conocida casa de deportes La Monona, también desaparecida.

Tía Tona, de Gaona y Monteagudo, fue la típica pizzería de barrio, sobre sus veredas tenía el viejo cerramiento de chapa algunas de las cuales se giraban para dejar pasar la luz. Era un local no muy grande, pero su pizza era excelente.

En rigor de verdad, no puedo dejar de mencionar que, si bien no tiene nada que ver con Ramos, la novedosa pizza por metro hizo furor en los setenta, y el lugar era uno solo: Cittadella, en Juan B. Justo casi Nazca. Pero como aclaramos antes, nuestra Tua Pizza no tenía nada que envidiarle.

En la esquina de avenida de Mayo y Chacabuco, donde hoy se levanta un edificio, hubo hace bastante tiempo una parrilla, que si mal no recuerdo sufrió un incendio que apagó sus días y a la que solíamos ir con discontinua frecuencia con mis padres. La recuerdo  claramente porque era un quincho con techo de paja. Su nombre ha pasado al olvido.

En Rivadavia 13354, los ramenses podíamos degustar un buen pollo al galeto en Galeto Uno y si no, compitiendo con La Brasa, pero con otra onda, The Gaucho’s House, en Gaona 232 (numeración vieja) nos sorprendía con su oferta de comidas regionales, empanadas, vino y una buena guitarreada.

El Ateneo Don Bosco


Parece ser que cerró. El tiempo se detuvo, y por un instante todo se pone en blanco y negro. Es que en ese espacio, finito en duración, que se abrió ante mis ojos, el color tiene más que ver con el presente.

No por blanco y negro, el recuerdo que sobreviene a mi memoria, necesariamente debe asociarse con tristeza... pero sí con nostalgia y añoranza.

Mi viejo nunca se destacó por ser un gran deportista, pero un domingo, su único día de descanso, me llevó hasta el club y con vaya a saber con qué pretexto, logró birlar el acceso y me puso, de golpe y por primera vez, en una cancha de fútbol. Cancha que, en rigor de verdad, tenía más que ver con un potrero que con una de ésas que los domingos al mediodía, veía por el viejo Canal 7 cuando se transmitían los partidos de reserva y que por supuesto me apasionaban.

Ya no recuerdo cuantos domingos compartimos en ese potrero que daba hacia la calle Cerrito, pero sí, que gracias a esos domingos empezaron mis primeros pasos futboleros, y era ahí donde me convertía en Picki Ferrero, el Mané Ponce o Hugo Curioni, y donde también mi viejo se debe haber sentido un émulo del Tanque Roma o del Loco Sánchez, atajando mis primeros botinazos, ejecutados con los queridos botines Sacachispas de lona y goma.

Con el tiempo, el viejo dejó de acompañarme, y yo, que era un pibe todavía, me hice socio del club, al igual que la mayoría de mis compañeros del séptimo grado “A” de la Escuela 29.

Compartíamos tardes enteras, llegábamos apenas despuntado el mediodía para jugar un desafío futbolero con los chicos del otro séptimo, justa deportiva que por esos años, tuvo espectadoras de lujo: nuestras compañeras, ante las que, por supuesto no podíamos hacer un papelón. No sé a estas alturas, como se incorporaron a nuestra rutina futbolera, pero que lindo era tenerlas a un costado de la cancha, justo en esa época, en la que para ambos, chicas y chicos, comenzaba a crecer esa hermosa necesidad de conectarse y... en ese conectarse, el lago, que aun formaba parte del paisaje encantador del club, fue testigo de muchos primeros besos, entre los que por supuesto también estuvo mi primer beso. También fue testigo de primeros desengaños, como el que una tarde me tocó descubrir en la cancha cubierta de pelota paleta y me obligó a correr, para ocultar mis lágrimas de las risas de los demás hasta aquella orilla más alejada del lago, la que lindaba con la avenida Palacios.       

            Que feo el dolor del primer desengaño, pero que bueno haber tenido al club como cómplice para poder compartirlo y, en algún punto, darnos cuenta que éramos muchos los que dejamos rodar lágrimas de amor que se confundían con las turbias aguas de la laguna.
En esa ambivalencia entre crecer y seguir siendo niños, esa orilla del lago, la más alejada, también fue la mejor guarida cuando jugábamos a las “escondidas”. Ya Alejandro Dolina se encargó de desarrollar las reglas de este juego como nadie, pero vale la pena contar que en esas “escondidas” valía todo el territorio del club, y sabido es que normalmente, ante tamaño desafío, el que oficiaba de “buscador”, rara vez se alejaba de la “piedra” más allá de diez metros, así que el juego se tornaba aburrido, a no ser que se coincidiera en el escondite con la chica preferida.

            ¡Que inocencia la de los 12 años de la década del setenta! Si hasta las travesuras, vistas con ojos de hoy, parecen tonterías, pero, en aquellos años había que tener agallas para desprender un bote del amarradero del lago e internarse hasta lo más profundo sin que el cuidador se diera cuenta. ¡Pensar que éramos felices con tan poco!

            Rápidamente vienen a mi memoria nombres imborrables, don Coronel, el viejo Inocencio, José (descubridor de jugadores si los hubo), mis compañeros: Marcelo Di Paolo, Marcelo Vodopivec, Maurico Caudullo, Víctor Coronel  (todos jugadorazos de fútbol), Gustavo y Roberto cómplices de aventuras; las “nenas” María Cristina Landa, Viviana Herrero, Andrea Guzzetti, Andrea Huarte, Laura Longobucco, “nuestras princesas”. 

            Con el tiempo, ya convertido en categoría “cadete”, con carné naranja y todo, se sumaron nuevos amigos, con los que comenzaron los primeros partidos en la cancha grande del club; fue la época de esplendor del Olimpia, el equipo de mi barrio, el de la esquina de Gobernador Costa y Bolívar, aquel que supo medirse en incontadas tenidas de fútbol con su par representativo del club, cual clásico Boca-River, y que llegó a tener una discreta actuación en un campeonato del que participaban equipos conformados por hombres que nos doblaban en edad.

            El Olimpia vestía camiseta verde-amarilla como la del seleccionado brasileño y, en líneas generales, mantuvo su formación a lo largo del tiempo con muy pocas variantes: íbamos con “Monstruo” (tenía nombre pero siempre lo llamamos así), a veces el “Gordo Boni” y en las últimas épocas con Daniel Cardillo, en el arco.

            En el fondo, Andrés López (un pura sangre con sobrado temperamento, un Passarella de barrio); Gustavo Barán (el que cuando iba a los costados ganaba siempre); el fallecido Jorgito Stefani y Alejandro López  (en una efímera y olvidable incursión futbolera).

            En el medio, haciendo brillar la casaca número ocho, la “gorda” Daniel Dastugue, un jugador diferente (él, fue mi Jorge “Chino” Benítez). A su lado, “dos exquisitos”, Guillermo López y Marcelo Stingo. En la ofensiva con la siete Juan Carlos Espinoza, toda potencia y entrega, con la nueve el desaparecido Marcelito Blotto y en el ala izquierda con la 11, quien escribe, un pendenciero y veloz puntero izquierdo.

            Hubo otros que el Olimpia fue incorporando con el paso del tiempo, por caso Fabio Cardillo, Ariel Vitró y Hernán Gargano.

            El equipo del club tuvo grandes jugadores, licencia que me permito tomar por el paso del tiempo para reconocer a quienes fueron archí rivales; no recuerdo los nombres de todos sólo de algunos, el gordo Valle, un zaguero que te mataba, Cenci, Killy, Julián y Fabio Ferreira. Colijo a esta altura, que todos los que fueron parte de esos duelos, recordarán aquel partido jugado un día de enero con 39 grados, a las dos de la tarde y al que para poder jugarlo hubo que hacer colar  a unos siete u ocho jugadores del Olimpia que no eran socios del club. ¡Colados!, eso creímos nosotros, aunque seguramente lo pudimos hacer, ante la mirada cómplice del viejo cuidador, don Coronel, el de la puerta de Humboldt y Bolívar.

            Aquel partido tuvo un agregado especial, una vez finalizado, vaya a saber con que resultado final, los veintidós jugadores nos fuimos a la pileta, cual fraternidad rugbística, para descubrirnos en una nueva oferta que nos brindaba el club.

            Pasamos muchas temporadas de verano disfrutando de esa pileta, eran épocas de vacaciones pobres. En ella, aprendí a nadar, a jugar al “verdugo con las ojotas”, a trenzarnos en interminables partidos de truco, si hasta perdí un anillo de oro en el agite que hacíamos sobre el agua cuando se retiraba la colonia; con los años, uno de nosotros, Andrés López, llegó a ser guardavidas durante una temporada, que podrían haber sido algunas más de no ser por la intemperancia de un sombrío sacerdote que pasó por la dirección del club.

            De esa vieja competencia futbolera a competir por las chicas hubo un paso, y el club, una vez más fue testigo de esos primeros escarceos amorosos. Por esos años no existía la matineé, así que la salida quedaba circunscripta a los bailes que se empezaban a realizar en el gimnasio, a los que ya no nos colábamos pero madrugábamos alguna que otra entrada. En aquellos años, los boliches eran sólo para mayores, por lo tanto, esa adrenalina que fluía por todo nuestro cuerpo buscaba en los bailes del club la compañía femenina que coincidiera con nuestros ímpetus. Recuerdo la musicalización a cargo de Alejandro Messina, Mario Valeres o Gustavo Fernández junto a Norberto Diez.

            El devenir de los años, los distintos caminos tomados, nos fueron alejando del club, pero tal vez, porque me dijeron que cerró y que su destino es incierto, es que siento un dolorcito en el pecho, ahí justito en el corazón.

            Cuando empecé a escribir este capitulo, tenía la intención de que fuera denunciativo, pero al avanzar en la escritura, me fui dando cuenta lo mucho que tuvo el que ver en nuestras vidas, mucho de lo que vivimos en esos años fue compartido en ese club. Fuiste un testigo mudo de nuestro crecimiento. Hoy no soy el más indicado para reclamar por él, siento que lo abandoné con esa inconsciencia propia de los jóvenes.

            Pero otros pelearon por su permanencia, a ellos va mi pedido, aunque más no sea, para que no cejen en su lucha y para que permitan que nuestros recuerdos sigan teniendo un marco. Pasamos demasiados momentos juntos para que desaparezca, y aunque el mundo esté lleno de insensibles, para los que rondamos los cuarenta años, el otrora portentoso Ateneo Familiar Don Bosco nos acompañó como el mejor de los amigos, y que pase lo que pase, esa manzana gigante de Bolívar, Palacios, Cerrito y Humboldt, será por siempre referencia obligada de, por lo menos, mi generación.

La cuadra


Por aquellos años setenta, la cuadra tenía todo un simbolismo que se ha ido perdiendo con el tiempo. La cuadra, después del hogar, era el lugar de pertenencia inmediato, en ella, se daba todo. Aún recuerdo como si fuera hoy mi cuadra, la de Caseros al trescientos. Aún existe, por supuesto, pero es otra, no es mejor ni peor, simplemente es diferente.

            Cuando yo era niño, esa cuadra presentaba características que se hicieron difíciles de olvidar. En  esa época no había alumbrado público, pero la cosa no presentó mayores contratiempos: simplemente los vecinos de la cuadra se reunieron, averiguaron precios de farolas, se reunió el dinero entre todos y luego, democráticamente, se decidieron los frentes en donde debían ser ubicados. A mi casa le toco en suerte un farol, el que luego, con los años, por arte de magia ocupó un nuevo lugar en el patio de mi casa. La electricidad que proveía a ese farol sobre la vereda era suministrada por el frentista, quien además, se hacia cargo del consumo, alguien se preguntará porque, simplemente porque ese vecino tenía luz propia en su vereda.

            Otro tema fue el asfalto, no recuerdo bien cuando llegó, pero acceder a El –así en mayúsculas- era el progreso. Es vago el recuerdo de la calle de tierra, pero, por el contrario tengo bastante presente los jardines armados sobre la vereda, con el pasto bien cortado y recuadrado, que moría en una zanja.

            Es verdad, Sergio, un amigo de años, me comentaba, no es culpa del progreso haber perdido la cuadra, o la solidaridad que se daba en ella entre los vecinos, el tema es que aquello que los unía, aquellos objetivos comunes que los identificaban se fueron alcanzando, quizá el desafío sea definir las nuevas necesidades u objetivos que les permitan volver a unirse.
           
            La cuadra, como dije al principio, era el lugar de pertenencia inmediato. Por esos años, todos nos conocíamos, y los hijos del vecino, eran cuidados por todos los integrantes de la cuadra. Puedo decir uno a uno los nombres de aquellas familias que formaron parte de mi infancia, en la vereda de enfrente, empezando por Pringles, vivían Rodolfito, Olga y Oscar Pisiccini, la familia Menéndez, doña Anita, doña Jovita y Luisa, la familia Briasco, Hugo y Marcelo, dos chicos cuyos padres eran brasileños y eran por todos llamados los portugueses y el matrimonio de Susana y Nicolás Cardillo, padres de José y Roberto. En la vereda de enfrente, la familia Labat, un par de chalets en construcción, Lorenzo y Palmira, la familia Fanello, que tenía tres hijas mujeres que supieron mimarme cuando era un infante, los González, las familias Pino y Balard.

            De todas ellas puedo contar historias; por ejemplo: don Oscar Pisiccini tenía junto a su casa un terreno vacío, que por supuesto, era la canchita de la cuadra, aún contra su voluntad, era propietario de un Valiant II, modelo 1962, un lujo para la época.
           
Los Menéndez, tenían un chalet de dos plantas, en la planta baja vivía los viejos y arriba el matrimonio de su hija con sus dos hijos. Recuerdo que el “gallego” Menéndez, solía usar una típica boina negra y fumaba habanos. La escalera que llevaba a la planta alta, tenía un hueco debajo del descanso que fue uno de los mejores escondites de la cuadra.

            Doña Jovita y Luisa, eran madre e hija, Luisa era por esos años, enfermera en el desaparecido Hospital Salaberry y Jovita, era una simpática vieja, extremadamente peronista. La familia Briasco era muy elegante. Mi madre, suele encontrarse con Juancito, el hijo del matrimonio, cuando va “a Ramos”, a pesar de haber dejado ambas la cuadra.

            La familia González, es un caso especial; Raúl junto a mi abuelo Américo solían juntarse por las tardes a esperar recibir “La Razón 5ta.” que les traía Tito (el fallecido diariero de Alvarado y Avenida de Mayo) para luego discurrir sobre el contenido de la misma. Américo y Raúl eran peronistas. Según suele contarme Omar, el hijo de Raúl, tanto su viejo como mi abuelo, se hicieron un aguante mutuo en una época en que ser peronista era medio complicado. Por aquellos años, creo que Raúl era chofer de colectivo y mi abuelo aún ejercía su oficio de carnicero.

            La familia Fanello, era comandada por don Darío, de ocupación taxista. Su  Siam Di Tella 1500 estaba siempre reluciente. Darío y Nieves tenían tres hijas, Susana, Irma y Liliana. Con ellas, en las horas de la siesta de los sábados, mientras me cuidaban, conocí “la toca” y la “depilación a la cera negra”; vocablos como bozo y pierna entera, pasaron a ser palabras comunes para mí.
           
Un último recuerdo, la familia Balard. El era bioquímico y su esposa, doña Porota, profesora de matemáticas. Creo, sin temor a equivocarme que, todos los chicos del barrio, aprobaron matemáticas gracias a la ayuda, siempre desinteresada, de Porota.

            Con ella, además de poder entender álgebra e integrales, aprendí a solucionar la Claringrilla. Siempre me decía que, sí se puede usar un diccionario para solucionar un crucigrama, porque lo importante era aprender lo que no se sabía y que con el mata burros se lograba el objetivo. Hoy, después de treinta años, completar la Claringrilla es el pasatiempo de las primeras horas de la mañana, a tal extremo que si no lo termino, suelo ponerme fastidioso.  

Nostalgias de un tiempo que pasó

Agradecimientos Esta crónica que hoy llega a sus manos ve la luz gracias a todos los amigos que de una u otra manera se prestar...